El cielo está despejado. El sol de principios de abril empieza a
alzar su vuelo por el horizonte, y poco a poco sus rayos van
abarcando más y más terreno. Cerca de las cimas escarpadas de las
colinas, las cabras que brincan de brizna en brizna son las primeras
en darle la bienvenida. El telón nocturno va retirándose de las
laderas de las montañas al son del canto de los pájaros, que
anuncian la llegada de un nuevo día. Al fondo del valle, donde el
curso del río percusiona su canto, un par de ciervos peinan su
reflejo con los cuernos mientras dan sus primeros sorbos del día. El
agua brilla intensamente realzando los colores de los árboles, que
empiezan a florecer esparciendo sus diminutas esporas sobre un suelo
humedecido por el rocío. Sus gotas son acariciadas por unos pies
descalzos que pasean por la vereda del río. Una pulsera verde de la
que cuelga un cascabel rodea uno de los tobillos, sobre el que ondula
un vestido largo de color blanco. Justo por encima de la cintura caen
las puntas de una melena castaño-oscura, que ondea alrededor de una
sonrisa y unos ojos negros que miran los de su acompañante. Éste,
de ojos verde-claro como el de su camisa, la coge de la mano mientras
en la otra sostiene los dos pares de zapatos.
Así se adentran en el frondoso bosque. Deambulando entre los
árboles que se interponen en su errático avance, sonriendo a las
ardillas que los miran con cautela y mirando al frente con la
convicción de saber que hoy es un día en el que sentirse vivo.
Llegan a un pequeño claro y se detienen. Solo en sueños han visto
un lugar semejante. Él suelta su mano y corre hacia el centro con
los brazos extendidos. Grita. Con los ojos cerrados. Al volverse,
ella lo está mirando. Fijamente. Se le acerca y la toma de las
manos, la intenta llevar hacia el claro, pero ella no se mueve. Está
temblando. Baja la mirada. Y él la sigue. Sus pies están sobre un
charco de sangre que empieza a empapar el vestido. Mira alrededor,
pero no ve a nadie. Ella está pálida y aprieta con fuerza sus
dedos. Se pone el índice en los labios para indicarle que no haga
ruido y retroceden mirándose el uno al otro, pero enseguida ruedan
por los suelos. Él ve las piernas con las que han tropezado. De un
hombre bien vestido. Sin cabeza. No deja que ella mire, pero aún así
grita con todas sus fuerzas. Encima de ellos cuelga una cabeza de un
alambre atado al árbol. Él ha oído algo y cree ver moverse unas
ramas cercanas. Intenta callarla tapándole la boca, pero ella está
histérica y le muerde la mano. Se levanta ahogando un grito de
dolor. Las ramas siguen moviéndose, la cabeza se balancea sobre
ellos y su ensangrentada mano gotea sobre el cadáver. Sale
corriendo. Esto hace volver en sí a la chica, que no sabe por qué
está escupiendo sangre. Solo se oye el sonido del viento al mecer
las ramas. Se incorpora y ve el cuerpo tendido en el suelo, pero no
se asusta. Se alegra de que no tenga esa horrible cabeza sobre los
hombros. Se limpia la boca con la parte superior del vestido, lleno
de hojas pegadas a él por una mezcla de sangre y barro. Llama a su
acompañante, pero ninguna respuesta sale del bosque. Se agarra del
pelo y rasga otra vez el silencio con un grito desesperado. Mira el
cadáver. Aunque corpulento, tiene unos zapatos pequeños, quizás de
su talla. Se sienta a su lado y se frota la planta de los pies. Él
ya no los necesita, se dice.
Empieza a andar buscando el camino del río, con paso inseguro sobre
unos mocasines que le van pequeños. Todos los árboles le parecen
iguales. Se detiene cada dos por tres. No sabe por dónde seguir, lo
único que sabe es que le duelen los pies y que lo de los zapatos no
ha sido una buena idea. Cuando se agacha para quitárselos cree ver
algo familiar en la espesura del bosque y nota cómo se le eriza la
piel. Se acerca con una mezcla de miedo y excitación y descubre a su
acompañante sentado al pie de un árbol. Está llorando. Las
lágrimas le resbalan mejillas abajo para gotear desde la barbilla
sobre su pecho desnudo. Tiene la camisa hecha jirones. Nota entonces
un escalofrío entre las piernas y sus pezones queriendo salir del
vestido buscando un beso de esos labios tan carnosos. Está tan
guapo. Se arrodilla y acaricia sus hombros. Con la palma de las manos
esparce sangre, sudor y lágrimas por ese torso escultural y cada vez
es más incontrolable el fuego que siente arder en su interior. Lo
besa tiernamente, pero eso no hace más que avivar las llamas y el
deseo ya es irrefrenable. Al sentarse sobre él nota satisfecha que
su fuego se ha propagado bajo sus
pantalones, y mientras libera su pene él ya le ha
arrancado las bragas y lame su pezón izquierdo. Al notar el capullo
resbalar hacia su interior la embriaga una ola de tranquilidad, y una
vez llena de él sostiene su cabeza con sus manos y lleva sus labios
hasta los suyos. De esa manera, ensamblados de arriba a abajo, se
abrazan con fuerza prolongando el rítmico balanceo que los acerca a
un estallido de placer. Ella ya siente el cosquilleo subir por su
vientre y contiene la respiración, él la agarra por las nalgas y
tensa todos sus músculos, pero el orgasmo tendrá que esperar.
Efectivamente llegué al lugar de los hechos sobre la una del
mediodía. El sol caía a plomo sobre el bosque, y bajo la gabardina
y el sombrero me sentía como un pollo dentro del horno. Las gafas de
sol eran el único acierto de mi indumentaria, y aunque probablemente
ya había sudado todo el whisky de la noche anterior la cabeza
parecía estar a punto de estallarme. Seguí con dificultad al joven
agente que vino a recibirme. No me gustó su actitud, era el típico
gallito recién salido de la academia y decidí que una vez visto el
caso tendría unas palabras con él. No llevaba veinte años en el
cuerpo para que un mocoso como aquél me tratara como a un fósil.
Llegamos a la escena del crimen y el juez ya estaba allí para
levantar el cadáver. También estaban los de la científica. Detesto
trabajar con tanta gente a mi alrededor, aquellos mocosos habrían
borrado cualquier huella, así que intenté centrarme en el caso para
poder irme de allí cuanto antes y echar el sueño que tanto
necesitaba.
Que no era un suicidio saltaba a la vista. Había visto a mucha
gente desesperada en mi dilatada carrera, pero a nadie hasta el
extremo de colgarse con un alambre. No llevaba ningún tipo de
documento encima y era inútil buscar pistas por los alrededores, así
que pedí que me llevaran ante los testigos. Los tenían dentro del
coche, y tras deshacerme del agente me senté al volante y cerré la
puerta. El humo del cigarro enseguida llenó el habitáculo. Aquella
pareja me miraba de una forma muy extraña y empecé a sentir que
estaba fuera de lugar, como si aquella historia no fuera conmigo.
Ella insiste en que envuelto en aquella nube de humo hay un hombre
con gabardina, sombrero y gafas de sol que los observa atentamente.
Él le pregunta que cómo sabe que los mira si lleva gafas de sol, ya
no se cree nada de lo que le dice. Se arrima a la ventanilla y ve una
corbata pegada a ella. La acompaña una camisa blanca y pantalones y
chaqueta negra. El cuerpo que visten no tiene cabeza, y el hecho de
que esté de pie golpeando el cristal con los nudillos no le
sorprende. Sí en cambio que no lleve zapatos, lo encuentra de muy
mal gusto. Va a comentarlo con su compañera cuando se da cuenta que
lleva puestos los zapatos de ese pobre hombre. Entonces le recrimina
su actitud y le pide que se los devuelva, podría resfriarse y sería
muy triste no tener por donde estornudar. Ella le contesta que los
zapatos no son de ese hombre, y que si no tiene cabeza ¿por qué
lleva gafas y sombrero? Viendo que ha perdido el juicio
definitivamente, el chico decide bajar del coche para tranquilizar al
descabezado, idea que le parece descabellada nada más poner los pies
en el suelo. ¿Cómo va a comunicarse con un ser sin boca ni orejas?
Piensa en darle sus zapatos, pero lamentablemente con el ajetreo del
día ya no sabe dónde están. A pesar de no verle la cara puede
notar una mirada vacía y perdida, y es tanta la piedad que siente
por ese pobre hombre indefenso que decide que ya que no puede
devolverle sus zapatos, al menos le dará su cabeza. Sacársela
resulta fácil, tres vueltas en sentido horario y se desprende con
suavidad, pero colocarla en el otro cuerpo es tarea más ardua. La
cabeza da instrucciones intentando guiar las cuatro manos que la
zarandean de un lado a otro, y tras tres intentos fallidos consiguen
encajarla en el encorbatado cuerpo. Satisfecho, el chico no ve como
su cabeza entra en el coche a lomos de su nuevo propietario.
La chica no presta atención cuando la puerta vuelve a abrirse. Ha
estado vigilando al hombre del sombrero, primero cabizbaja, pero la
visión de los zapatos la ha hecho dirigir la mirada avergonzada
hacia el techo. Reacciona cuando el coche empieza a moverse y se
pregunta en voz alta qué pasará esta vez. Regresamos, oye a su
lado. Va a decirle que que con él no va a ir a ninguna parte, pero
prefiere callar e ignorarlo. No vamos a ninguna parte, sino al
Planeta Madre, responde él. Ella lo mira frunciendo el cejo mientras
se acaricia los dientes con la lengua. ¿Por qué se ha cambiado de
ropa? ¿Y por qué sigue intentando asustarla? Y esas marcas en el
cuello... El nuevo pasajero se harta de los pensamientos de su
compañera de viaje y se desprende de la cabeza para depositarla en
el asiento delantero. No toque nada, dice la cabeza sin cuerpo a la
cabeza con sombrero. El propietario de las gafas no tiene ninguna
intención de echar a perder el caso de su vida y se guarda de tocar
nada que pueda detener el avance del coche, que tras desplegar una
pequeñas alas plateadas sobrevuela las montañas rumbo al espacio
exterior, donde para su sorpresa las gafas de sol no le sirven de
nada. Por el retrovisor puede ver como la Tierra se va haciendo más
y más pequeña y empieza a preguntarse si el whisky no le estará
jugando otra mala pasada. Con esos brebajes no se hubiera levantado
un palmo del suelo, oye decir a su copiloto. Lo mira con desprecio y
le pasa por la cabeza multarlo por no llevar el cinturón de
seguridad, pero la velocidad del coche disminuye y se concentra en no
perder detalle de lo que ocurre. Están llegando a un hangar repleto
de las naves más extrañas. Una fina niebla azulada cubre el lugar.
Hay mucho movimiento pero todo parece desarrollarse en perfecto orden
gracias a unas luces redondas que se mueven guiando a las naves. Una
roja se sitúa ante ellos y empieza a parpadear.
-No hacía falta traerlos hasta aquí. Ha puesto en peligro la
misión. Ya sabe que soy uno de los pocos partidarios que tiene en el
consejo, no me haga quedar mal -dice una voz grave a través del
comunicador.
-Todo ha salido según lo previsto, el coito ha sido abortado con
éxito -contesta la cabeza en manos de la chica mientras el hombre de
la gabardina presiona el botón del altavoz.
-Me parece que no ha entendido nada -retumba la voz por el
interfono-. Sus órdenes eran impedir el normal desarrollo de la
escena romántica, no presentarse aquí dentro de esa horrible cabeza
con sus dos amiguitos.
-Gafes del oficio, ya sabe. Por lo que respeta a las órdenes, creo
haber conseguido los objetivos.
-No discuto sus resultados, sino sus métodos. Mientras me hace
perder el tiempo el universo se sume en el caos con todas esas
historias románticas circulando libremente de galaxia en galaxia, lo
que como debería saber supone una gran amenaza para nuestra
existencia. Pero usted se empeña en poner creatividad donde se le
exige eficacia, y la creatividad también es peligrosa. Sospechosa,
me atrevería a decir. ¡Y dígale a su compañera que lo acerque a
la cámara! Me gusta ver con quién estoy hablando -añade la voz
gritando-. Como le iba diciendo, adorna sus acciones demasiado, a
veces me pregunto si no será verdad que una vez se comió a un
poeta. Hace bien su trabajo, no lo discuto, y por eso pasaré por
alto sus excentricidades. Nuestra lucha está llegando a su fin.
-¿Significa eso que podemos ganar? -pregunta la cabeza sorprendida.
-Sí, muy pronto se acabarán las historias de enamorados, las
descripciones inútiles y adornadas, el contar por contar.
-Parece un mundo perfecto.
-Todo es lo que parece, todo es lo que parece -dice la voz cortando
la comunicación.
Mientras esta conversación tiene lugar, por la ventana una estrella
fugaz dibuja una sonrisa en el firmamento. Su estela llena de luz el
vacío y los planetas se sonrojan al verse sorprendidos por las
miradas de miles de estrellas y se dan la vuelta girando sobre sí
mismos mostrando todos sus colores. Las estrellas aplauden
centelleando y acompañan el baile con su movimiento armónico,
engranando la orquesta al ritmo de un acompasado silencio. Y en medio
de este bello espectáculo, en una lejana galaxia, en un remoto
sistema, en un minúsculo planeta, donde la noche empieza a arropar
al ocaso, un hombre busca sus zapatos acariciando con sus manos la
hierba que condensa el llanto del día que muere. Ha perdido la
cabeza, pero no ha perdido la esperanza.
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