El cruel vencedor


En la satrapía de X todo el mundo temía a su señor. Su crueldad, experimentada en carne viva por sus súbditos, era conocida más allá de sus fronteras, y muchos años después de su muerte se mantuvo viva la leyenda de sus horrores. Tal era el sufrimiento que infligía a quienes lo rodeaban. Pero antes de su muerte, llegó un día en el que su felicidad se truncó. Durante una cena su oído captó lo que dos de sus consejeros hablaban.
-Acercaos y compartid conmigo estos secretos –les dijo.
Los consejeros obedecieron temerosos de su cólera.
-Su excelencia, comentábamos las habladurías de la calle, nada más que chismes.
-Un buen soberano debe saber sobre lo que hablan sus súbditos, contadme, yo decidiré si tan solo son chismes.
-Pues se trata del sátrapa de la vecina X, cuya crueldad dicen no se ha visto jamás.
El sátrapa pidió todo lujo de detalles a sus consejeros, y llegado a la conclusión de que efectivamente la crueldad de la que hablaban superaba en mucho a la que él practicaba, decidió actuar.
-De ahora en adelante quiero estar informado de lo que sucede en tal sitio. No puedo permitir que la gente crea que por vivir bajo mi jurisdicción los castigos serán más laxos. ¿Qué teníamos para hoy? –le preguntó al consejero de justicia.
-Dos robos y una deuda impagada. Los latigazos deberán empezar…
-Nada de latigazos –le interrumpió-, dispónganlo todo para la lapidación.
Y así empezó una extraña competición entre los dos sátrapas para ver quién de los dos era el más cruel en sus arbitrarios castigos. Si uno castigaba a la mujer infiel con la decapitación, el otro mandaba prender y mutilar a los familiares. Si éste pasaba por la espada a quien levantara la voz contra su soberano, aquel los sometía al hierro ardiente. No se daban tregua en su frenética carrera para ser el más cruel de los sátrapas. Y la población, aterrorizada en sus casas, sólo salía si era completamente imprescindible, pues temían incurrir en cualquier leve falta que sirviera de escusa para poner a prueba la macabra imaginación de sus soberanos.
El comercio y la producción cayeron en picado en ambos reinos, con el consecuente empobrecimiento de las gentes. Sólo los maestros en el arte de la tortura tenían trabajo, y llegaron de las partes más lejanas para ponerse al servicio de aquellas mentes perturbadas, que en su afán por superar al otro no escatimaban medio alguno.
Cierto día, en una casa de postas situada entre los dos reinos el azar quiso que coincidieran dos correos.
-Con este calor es un milagro que haya llegado hasta aquí. Este caballo tiene una resistencia tenaz, pero con tanto mensaje arriba y abajo no le auguro más de dos o tres viajes.
El otro viajero, que saciaba su sed a la sombra de una palmera, no pudo más que asentir señalando a su caballo, indicando al recién llegado que compartía sus pensamientos. Éste fue a sentarse a su lado.
-Este mundo se ha vuelto loco, no hago otra cosa que recoger escalofriantes descripciones de los más horrorosos tormentos, para que mi amo y señor los supere en crueldad.
-Amigo mío, -le respondió el otro- dudo que os sirva de consuelo, pero no os halláis solo realizando tan ingrato trabajo. El mensaje que lleváis, viene de donde yo vengo, y el que yo voy a buscar está a donde vos os dirigís. Bien podríamos intercambiar aquí la información, y al menos nos ahorraríamos la mitad del viaje.
-No os falta razón, pero se me ocurre otra idea que podría ahorrarnos la totalidad del viaje.
Cuando el correo llegó a su palacio relató lo que habían convenido al sátrapa, que permaneció en silencio durante un buen rato. Finalmente dijo:
-Así que decís que mi gran competidor se ha quitado la vida por infringir sus propias leyes. Eso me deja como el soberano más temido. ¿No es cierto? –interrogó a sus consejeros.
-El más temido con vida, sin duda, pero quien se teme a sí mismo se hace débil a los ojos de los demás.
Quien pronunció estas palabras era un fiel consejero al que no se le escapó la artimaña tramada por el mensajero. El sátrapa, se retiró a sus aposentos contento de su victoria, pero ya en la cama no paraban de darle vueltas las palabras de su consejero. ¿Quería él un lugar en la historia? Se levantó y pluma en mano redactó su propia sentencia, detallando la falta por la que se condenaba a muerte. Cogió el sable y lo hundió hasta el mango en su vientre.
Así terminó la extraña competición, gracias a la audacia de dos anónimos correos que supieron jugar con la vanidad de los poderosos para poner fin al sufrimiento que infligían.

Me llaman


Me llaman loco
por vivir con poco,
me llaman necio
por no tener precio,
me llaman gamberro
por odiar el dinero,
me llaman,
luego avanzamos.

El inframundo


¡Bestias inmundas del inframundo!
pudríos en vuestra hedionda ciénaga
ahogaos en vuestras venenosas heces
arded en vuestras malignas fiebres
consumíos en vuestra eterna condena

¡cuánto os odio monstruosas criaturas!
última causa de todas mis desdichas
pesadilla de mis atormentados sueños
responsables de mi incipiente locura
mercaderes de agonizantes suplicios

¡yo os maldigo abominables seres!
por representar todo lo que aborrezco
por ser lo que sois
por hacer lo que hacéis
y por hacerlo con tanta entrega.

Bestias inmundas del inframundo:
hacedme un hueco que ahora bajo.

Ella


   Entro en el coche, siempre lo dejo abierto cuando estoy en el pueblo, y observo por el retrovisor el atardecer sobre la campiña. El viento mece suavemente los árboles y unas hojas se desprenden de ellos para depositarse en la luna delantera. Salgo para quitarlas y las acomodo sobre el banco. Han venido a decirme adiós, pienso mientras contemplo sus siluetas y me pregunto por qué los árboles lloran hojas en un día tan bonito. La casa también parece triste encerrada entre las paredes que la privan del olor de la hierba y me entran ganas de quedarme y ser su ventana al mundo. Pero mal que me pese debo volver a la ciudad y entro de nuevo en el coche con la sensación de que me están intentando contar un secreto. Me gustan los secretos, yo tengo muchos, y los guardo a buen recaudo con un susurro en lugares que sé que no me traicionarán. Echo una última mirada por el retrovisor y creo ver a las contraventanas batirse a modo de despedida, curioso porque no tengo contraventanas, pero no me voy a dejar seducir por simples imaginaciones y pongo la mano en el contacto. La llave no está.
   Cuando abro la puerta de casa la noche ya se ha adueñado del cielo. La bombilla del recibidor duda si encenderse o no, para acabar resolviendo fundirse con la negrura que reina afuera. Es noche de luna nueva y espero unos segundos a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, los suficientes para que se apodere de mí una extraña sensación. Hay alguien en la casa. Sé que es una idea absurda, he pasado muchas noches solo en ese gran caserón y nunca he tenido miedo, pero no puedo dejar de pensar en que me están observando. Estoy a un paso de la puerta, pero la casa más cercana está a media hora a pie. Necesito las llaves del coche. Tan solo tienes que llegar al comedor, recoger las llaves e irte por donde has entrado, digo al niño asustadizo que ha crecido dentro de mí, y empiezo a andar lentamente reconociendo con las manos los rincones por los que voy pasando. Instintivamente pego la espalda a la pared, con lo que mi avance es más bien torpe, y el sudor frío que se desprende de mi nuca empapa mi camiseta. Me detengo y veo que tan solo me he alejado unos pasos de la puerta, pero los suficientes para que huir no sea una opción. ¿Huir de qué?, pienso agarrado a la silla que me sostiene. Pero las respuestas que me vienen a la cabeza no hacen otra cosa que ponerme más nervioso. Mido con la mirada la distancia que me separa del comedor y me convenzo de que puedo llegar hasta las llaves y salir corriendo sin ser visto por quien sea que esté allí. Y entonces decido lanzarme a la carrera hasta el comedor. Salto por encima de la silla. Tropiezo y caigo al suelo. Me golpeo con la escoba en la cabeza. Me levanto usándola como bastón. Y sigo corriendo. Con la escoba en alto. Sin mirar atrás. Y así llego al comedor. Jadeando y con la cabeza ensangrentada. Las llaves del coche están encima de la mesa, y al cogerlas me siento un verdadero idiota.
    Enciendo la luz y puedo ver en el espejo el aspecto deplorable que tengo. A mi alrededor todo parece en orden y me reiría si no fuera porque el corazón sigue golpeando mi esternón a un ritmo frenético. ¿Qué extrañas fuerzas hay en el interior de una bombilla para ahuyentar toda clase de temores? Contemplo su luz incandescente y el calor poco a poco va volviendo a mi cuerpo. Más tranquilo voy al baño y ahogo mis sudores en el agua helada del grifo. Dejo llenarse la pica y sumerjo mi cara en ella. Me parece estar en otro lugar. Al incorporarme el agua tiene un tono rosado, más bien pálido. Es una pequeña brecha en la sien, nada importante, y me seco lentamente. Por el espejo puedo ver el recibidor que sigue sumido en la oscuridad. La silla en medio de la sala me recuerda mi estúpido comportamiento, y tras ella la puerta de entrada. Cerrada. No recuerdo haberla cerrado. Estoy seguro de no haberla cerrado. Aún con la toalla en la mano salgo del baño y vuelvo al comedor. La luz sigue encendida. Me meto las llaves del coche en el bolsillo y cojo la escoba de nuevo, pero cambio de opinión al ver el cuchillo sobre la encimera. Así que armado con él decido explorar el resto de la casa. Una casa que ya no reconozco, cada umbral que cruzo me aleja de lo cotidiano para adentrarme en un terreno que cada vez veo más hostil. Tras cada puerta o rincón creo ver sombras que me acechan, que se esconden, me observan y me guían hacia donde ellas han decidido presentárseme. Y yo, sin ningún margen de decisión me dirijo directamente hacia allí. Ahora ya sé quién me ha citado. Sé que ella me espera paciente, no tiene prisa, sabe que no voy a escapar. Pero, ¿y yo? ¿qué es lo que busco? La curiosidad se sobrepone a mis miedos y, con cautela, completo la inspección de la casa, cuarto por cuarto, armario por armario, miro debajo de las camas, detrás de los muebles, hasta que me convenzo de que debo ir a buscarla.
    Bajo las escaleras del sótano con la luz apagada, no quiero que vea mi cara de terror. A cada peldaño que piso la puerta se hace más grande, y no sé si tendré fuerzas para abrirla. Me agarro tan fuerte al pasamanos que los nudillos me duelen, me cuesta mantener el equilibrio, pero sigo bajando y antes de lo que quisiera ya tengo frente a mí el pomo, que brilla en la oscuridad atrayendo mi mano libre hacia él. Lo giro lentamente, pero la puerta no parece querer abrirse. Alzo la mano para llamar, pero pienso que quizás no sea una buena idea y pruebo a empujar de nuevo. Nada. Dejo el cuchillo en el suelo y presiono con mi cuerpo, esta vez la puerta se entreabre y una corriente de aire frío me recibe silbando. Termino de abrir la puerta del todo para cerciorarme de que ninguna sorpresa me espere tras ella y me adentro en el sótano. La oscuridad es absoluta. Me agacho palpando el suelo para recuperar el cuchillo sin quitar la vista de mi alrededor, pero no soy capaz de encontrarlo. Entonces me levanto decidido a enfrentarme a ella. Busco su silueta delgada, pero lo único que percibo es el goteo de un grifo que nunca tengo tiempo de arreglar. Cierro la puerta y me siento en el suelo con los ojos cerrados, quiero que sepa que me he entregado a ella. No tengo ninguna noción del tiempo que pasa, pero el frío va calando en mí y empiezo a impacientarme, así que me levanto y tras echar un último vistazo me dirijo a la puerta, me sorprende la suavidad con la que se abre, y al salir tropiezo con el cuchillo. Mientras subo las escaleras pienso de lo que me he librado, y al llegar al último peldaño suspiro aliviado y mirando la puerta del sótano me recrimino haberme abandonado de esa forma. Dejo el cuchillo en su sitio, apago las luces y salgo de la casa con las llaves del coche en la mano.
   Otra vez en el coche bajo las ventanillas para que me dé el aire. Estoy empapado de sudor y no sé cuánto tiempo he perdido, así que enciendo el motor y piso a fondo el acelerador. No me atrevo a mirar por el retrovisor. A medida que me alejo de la casa dejo atrás mis miedos y pienso en la semana que me espera por delante, el trabajo, Clara, los niños y esa cena que llevamos tiempo preparando con los amigos. Tan rápido como avanza el coche me olvido de lo sucedido y sonrío al recordarlo. Los faros del coche disparan contra las tinieblas despejándome el camino, y cada vez estoy más relajado, más cerca de algo, y lo único que sé es que quiero llegar. Acelero. Pero justo antes de incorporarme a la autovía me parece ver una sombra que se mueve en el margen de la carretera. Mis faros no la alcanzan. Sí alcanzan en cambio el sentido contrario y el coche que viene de frente. No tengo tiempo de ver quién conduce, pero sé que al fin me ha encontrado.

Cuando


Andas por la calle cruzándote con la gente
sin cruzar palabra
cruzas la calle sin cruzar la mirada
no sea que por una de ésas surja conversación
¿conversación? consultas el diccionario
extraña palabra, extraña costumbre
vestigio de un mundo condenado al olvido

y es que vivo en un barrio de ventrílocuos frustrados
ácidas palabras de gástricos oradores
pasa, le dice el semáforo al ciego
cambia de acera, el inmigrante a la abuela
mundo de gestos e impresiones
prejuicios y estereotipos señalizando los caminos
y no importa el camino, pues todos van a Roma
el día que me canse, iré campo a través

sociedad sobreinformada
si tanto sé para qué preguntar
mil palabras bajo una imagen
obstáculo a la vista que nos ciega el corazón
oír y no escuchar, ver y no mirar
palabras no escritas que jamás serán leídas
palabras no leídas que nunca serán dichas

cuando no importa el hablar sin decir nada
cuando el cuánto es lo más importante
cuando los cuandos hacen eterna la estrofa
llega el momento de preguntarse hasta cuándo.

Faltas de heterografía


Terminé de escribirlo al amanecer
toda una noche ordenando letrecitas
cada una en el lugar que le tocaba
una sintaxis perfecta y un rico vocabulario
todo bien pensado
y coherentemente plasmado en el papel
miré satisfecho la recompensa
los frutos del trabajo bien hecho
sin fisuras que resquebrajaran la unidad del mensaje
sin repeticiones que entorpecieran el ritmo
una obra perfecta
pero entonces me di cuenta:
estaba lleno de faltas de heterografía.

Estancados


 Él llegó a la riba del lago exactamente a las dos en punto. A pesar de las nubes la luna llena iluminaba el lugar, y después de cruzar el bosque protegido por la sombra de los robles se detuvo para admirar el paisaje. Era principios de otoño y aún no hacía mucho frío. Una pena no ver el color de las hojas, pero el sonido al pisarlas le servía para imaginarlo. Se descalzó y dejó que el agua mojara sus pies, una rama se metió entre sus dedos, y al agacharse a cogerla se vio reflejado en el lago. Vio brillar sus ojos y como sus cabellos acariciaban sus mejillas al sonreír. Desfiguró con la mano su imagen especular, y mientras ésta se recomponía observó las ondas concéntricas alejándose de él. Alzó la vista siguiéndolas. Cuando la lejanía y la oscuridad ya no le permitieron verlas se dejó guiar por su oído. Cloc. La primera había llegado a la otra orilla. Una áurea blanca recortaba la silueta de los primeros árboles, que se estiraban estilizados hacia el cielo. Negros con el contorno blanco se habían vestido elegantemente para la ocasión. 
 -¡Qué hermoso lugar! -exclamó.
 Ella salió de la casa con la cazadora abrochada. La oscuridad que reinaba fuera le auguraba una noche fría. Miró al cielo e intuyó la luna tras las nubes. Unas nubes finas que se ramificaban en mil brazos queriendo abarcarlo todo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad empezó a distinguir la escarpada silueta de las colinas. Era una afilada dentadura que rodeaba el lago amenazando con engullirlo. Más abajo, las afiladas copas de los árboles parecían estacas clavadas en la tierra, que estaba fría, fría y húmeda. Se alegró de llevar las botas. Sólo de imaginar sus pies desnudos sobre el cenagal un sudor frío recorrió su espalda. Se dirigió al embarcadero y subió a la lancha. Al poner el motor en marcha se vio reflejada en el agua. Tenía la cara pálida y los ojos hundidos. Forzó una sonrisa.
 -¡Qué lugar más deprimente! -susurró.
 Ella avanzaba a bordo de la lancha hacia las tinieblas. Él veía acercarse una luz resplandeciente. Ella paró el motor y le lanzó un cabo. Él se mojó hasta las rodillas para cogerlo. Ella no hizo ademán alguno de bajar. Él empezaba a tiritar de frío. Al fin, subió a la lancha y se encontraron frente a frente. Lentamente acercaron sus rostros hasta fundir sus labios en un prolongado beso.
 -Ya sé que no tenía que venir, pero necesitaba verte -dijo él desabrochándole la cazadora.
 -Si mi padre nos pilla te va a matar -dijo ella aflojándole el cinturón.
 -¡Al infierno con tu padre! Estoy harto de esconderme -dijo él subiéndole el jersey.
 -Cómo se nota que no le conoces, ¡mira que venir hasta aquí! -dijo ella bajándole los pantalones.
 -Vendré cada día si hace falta, no soporto tenerte lejos -dijo él quitándole el sostén.
 -No me lo pongas más difícil, lo vas a complicar todo -dijo ella quitándole la camiseta.
 -Lo difícil son estas jodidas cremalleras -dijo él tirando de los pantalones y las bragas.
 -Aún hay cosas que se te resisten, ¿eh? -dijo ella arrancando sus calzoncillos.
 No hubo más tiempo para las palabras. Ya desnudos los dos se lanzaron uno encima del otro y el vigor de sus embestidas hacía zozobrar la lancha de tal manera que en más de un momento el naufragio fue más que una posibilidad. Él se había puesto encima y mientras le besaba el cuello la penetraba una y otra vez, alejando la lancha de la orilla. Ella lo rodeó con su pierna derecha y con una hábil maniobra invirtió las posiciones. Se irguió a horcajadas sobre él, y con las manos en su velludo pecho siguió empujando la lancha con su movimiento de cadera. Tenía los ojos cerrados y apretaba los labios. Un hilillo de sangre apareció en la comisura de éstos. Él arañaba más que acariciaba sus muslos, y en sus ojos abiertos como platos se reflejaban los pechos de ella.
 Un frenazo brusco la precipitó sobre él. La lancha había llegado a la otra orilla. Él acarició sus rizos mientras se metía más dentro de ella, pero ella miraba al frente pálida como la luna.
 -¡Papá! -gritó.
 Él giró la cabeza y lo vio.
 -¡Padre! -fue lo último que salió de sus labios.
 -Eres tan puta como tu madre -dijo levantando el humeante cañón de la escopeta.

Llueve sobre mojado


Llueve sobre mojado en nuestros yermos campos
la tristeza los anega
y la desesperación ha anidado en nuestros corazones
¿qué puede crecer en esta tierra envenenada?
envenenada por la ambición
por el egoísmo
envenenada por la estrechez de miras
y por el pasotismo
las malas hierbas nos invaden
nos dejan sin nutrientes
se beben nuestra agua
y nos tapan la luz del sol
¿pero de dónde han salido?
¿quién las ha plantado?
solo nosotros aramos el camino por el que andamos
y tras él sembramos
pedazos de nuestra vida
huellas que grabamos en esta tierra baldía
¡y qué fácil es leer en ellas!
lo que somos
lo que queremos
y así saber qué ofrecernos
sembramos lo que somos
la semilla que llevamos dentro
es la que plantamos en nuestro día a día
¡y con qué rapidez se multiplica!
¿pero qué pasaría si nuestras huellas
hablaran del amor
del apoyo mutuo
de la felicidad?
florecerían las rosas
y los claveles
y también los cardos
porque la felicidad no es un uniforme
¡qué fácil sería alcanzar
tan floreado jardín!
si nuestros sueños
guiaran nuestros actos
si nuestros actos
mostraran nuestros sueños
y sembráramos huellas
cargadas de esperanza
pero vivimos entre maleza
nos quejamos de la tempestad
y no dejamos de sembrar vientos
seguirá lloviendo sobre mojado
siempre llueve a disgusto de todos.