Lo
seguía con la mirada. Sus pupilas bailaban al son de sus movimientos
que, por muy estrambóticos que fueran, no conseguían escapar del
acecho de aquellos ojos negros que siempre lo acompañaban. Era un
baile extraño en el que uno de los dos controlaba todos los pasos de
la danza sin que el otro lo supiera y, aun así, la sintonía entre
las partes era perfecta. No había fisura alguna que pudiera provocar
la pérdida del compás, no había escapatoria posible. Llegaría el
momento en que la pareja se encontraría cara a cara, y en aquel
momento aquellas pupilas negras tendrían enfrente una mirada. Cuatro
pupilas fundidas en una sola en un fugaz instante durante el cual la
pareja destaparía sus secretos y rompería la magia del baile para
siempre. El día del final del baile, así es como lo llaman.
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