Píntame un poema al oído


Todo empezó con esta frase: píntame un poema al oído. Tú me mirabas y yo te escuchaba. Recuerdo que refrescábamos la tarde con unas cañas, que hacía calor, mucho calor, y que estábamos hartos de aquellos niños y su dichosa pelotita. Tú te quedaste con aquellas flores violetas que caían sobre la mesa y me preguntaste por el nombre del árbol. Jacarandá, pero eso lo descubrí mucho más tarde. También recuerdo que hablamos de trabajo, de lo mal que estaban las cosas, de la gente y de la gran empresa en la que se había convertido este mundo, donde todos compiten y se pisan unos a otros. Supongo que de eso pasamos a criticar a los artistas, que cotizan su ego en la bolsa del espectáculo. Nos reímos, e incluso sacamos un poema sobre el tema que nos ponía al nivel de los que criticábamos, ya se sabe cómo acaban las conversaciones de bar, y más a partir de la tercera caña. Yo creo que fue entonces cuando lo decidimos, embriagados por el alcohol y el entusiasmo dijimos que tú pondrías color a mis poesías y que yo pondría letra a tus cuadros. Píntame un poema al oído, susurramos los dos como si estuviéramos conspirando contra el mundo, y nos fuimos a casa con ganas de empezar.

Descubrí entonces que llevaba largo tiempo escribiendo con la vista. No lo hacía sobre tela. Tampoco tenía un caballete sobre el que sostener mi obra. Ni lo hacía al pie de un acantilado a la sombra de unos pinos con el mar de fondo. Debo reconocer que lo hacía a ordenador, ni tan siquiera a papel y boli, encerrado en una habitación gris con vistas a una aburrida calle. Pero en mi teclado no había letras. Era una paleta de colores en la que yo mojaba las yemas de mis dedos para pintar sobre el monitor mi historia. Cada grupo de siete letras era un arcoíris que yo combinaba para colorear las imágenes que pasaban por mi mente, imágenes que se me formaban en blanco y negro, historia en bruto por pulir sobre la que pintaba los detalles que le daban forma. No había sido consciente de ese proceso hasta ese momento y recuerdo que el alfabeto se desplegó ante mí como un destello que hacía tiempo que no veía.

Tú, por tu parte, me confesaste que siempre habías pintado de oídas. Yo al principio no lo entendí, pero te esforzaste en hacérmelo entender. Me hacías cerrar los ojos y empezabas a hablar, siempre me ha gustado mucho tu voz, y yo me sorprendía del efecto de tus palabras, de su poder para sugerir los paisajes más bellos. Decías que cada color tenía muchas cosas que contar, y que solo con paciencia se conseguía escucharlos. Otras veces te hablaban a través de terceros, o de textos que leías en voz alta, porque tú siempre leías en voz alta. Las palabras, decías, necesitan ser pronunciadas para que revelen todo su potencial, y tú tenías la habilidad de reflejarlo en tus cuadros. No creo que conozca nunca a nadie más capaz de pintar un ruido con un pincel.

Así empezó a madurar la idea. Yo te mandaba poesías con la esperanza de que plasmaras aquellas palabras sobre la tela. Tú me mandabas cuadros para que de sus colores rescatara las palabras que escondían. Aquello nos sacó del letargo en el que ambos nos encontrábamos, y los versos y los trazos volvieron a fluir. Fueron unas semanas maravillosas. Venías a mi casa a traer tus cuadros, yo los tocaba examinando sus texturas y te preguntaba por el proceso creativo, que me explicabas con sonoros detalles. Luego te recitaba mis poesías mientras tú me mirabas atentamente. Debo confesarte que pasaba mucha vergüenza, pero fue una experiencia que valió la pena. También seguíamos viéndonos en el bar, que se convirtió en lugar de confidencias artísticas. Las flores violetas dejaron de llover sobre nosotros, no así la dichosa pelotita, que orbitaba amenazante alrededor de nuestras ideas. ¿Cuántas veces llegamos a maldecir a aquellos críos? Pero entre caña y caña nos transportábamos a nuestro mundo, en el que la pelota siempre estaba en el tejado de los demás. Nos sabíamos poseedores de la verdad absoluta, el arte total, lo llamábamos. Estábamos borrachos, de euforia y otras cosas, y los borrachos siempre dicen la verdad.

De esa manera, mis paredes se fueron llenando de cuadros y tu escritorio de poesías. Algo teníamos que hacer con todo aquello, pero nos daba miedo romper la magia del momento y que todo se desvaneciera de la misma forma en que había llegado si revelábamos nuestro secreto. Nuestros amigos sospechaban lo que no era y nosotros no hicimos nada para aclararlo, también nos divertía aquel juego. En realidad creo que lo que verdaderamente temíamos era que un intruso se colara en nuestra fantasía contaminando con algo de cordura nuestras razones para enloquecer. Pero al final cedimos y les confesamos nuestro proyecto, y su entusiasmo fue la pieza que cerró el círculo. Lo vimos claro. O lo oímos claro. Necesitábamos mostrarnos para que aquello sirviera de algo, y creímos que estábamos listos. A partir de allí todo fue muy rápido, como si hubiera estado preparado de antemano. Uno conocía el bar idóneo para el espectáculo, otro se ofreció para poner la música, otro para hacer la propaganda. La ola sobre la que viajábamos se encrespó y aceleró el ritmo. Nosotros sabíamos lo que significaba, podíamos ver la orilla sobre la que nos precipitábamos, pero era tan bella que seguimos adelante. No lo dudamos. Y en unos días ya teníamos fecha para la función.

El día antes fuimos a cenar todos juntos a un restaurante libanés, pero nosotros nos hallábamos mucho más lejos, quizás en un bosque de cedros, pero muy lejos. Yo podía oír cómo me buscabas con tu mirada entre el barullo de la gente. Comimos, sí. Y bebimos, quizás demasiado. Y hablamos con los demás. Que estuvimos allí lo sabemos, pero también que a lomos de nuestra ola seguíamos nuestro viaje y que temíamos que tras romper en la orilla nos esperara un silencio oscuro. Eso nos aterraba. La ausencia de ruido y la ausencia de luz, fuentes de nuestra inspiración. No hablamos, no hacía falta, pero esa noche nos dormimos sintiendo que despertábamos del sueño y, por primera vez, deseamos haber compartido almohada.

Finalmente allí estábamos tú y yo, de pie ante el público que abarrotaba la sala, preguntándose qué verían y escucharían de alguien como nosotros. El piano empezó a sonar y los primeros versos se escaparon de mi boca. Tú destapaste el primer cuadro. Uno a uno revivimos los momentos compartidos, y las imágenes y las palabras que tan bien conocíamos adquirieron vida propia. Desnudamos nuestro mundo ante el auditorio buscando comprensión, deseábamos saber que no estábamos solos, que nuestro viaje era compartido y comprendido. Pero los dos lo sentimos. Otra vez el rechazo. Endulzado de compasión, sí, pero rechazo. No por ser diferentes, sino por nuestra arrogancia. Por pretender ser como ellos, por querer demostrarles que incluso podíamos sentir mucho más. Eso no lo toleraban. Lo viste en sus caras. Nos reprochamos nuestra ingenuidad, aunque tú no pudieras leer mis labios ni yo palpar tu rostro notamos que nos culpábamos por ello.

No sé por qué, recordé entonces cuando nos conocimos. Tú salías de clase de lenguaje de signos y yo paseaba solo por primera vez desde el accidente. Aún me costaba orientarme y choqué contigo. Fue la primera vez que te toqué, antes de dirigirnos palabra alguna. Tú ibas a gritarme, o quizás me gritaste, ahora no lo recuerdo, pero mi mirada transparente te calmó. Y me hablaste. Me ayudaste a levantarme y pusiste el bastón en mi mano. No respondías a mis disculpas hasta que me pediste que te mirara, que dejara que vieras mis labios, y tomamos nuestra primera caña en aquel bar. Supongo que lo recordé en aquel momento porque te sentí lejos. Pero estabas a mi lado, sufriendo como yo el aterrizaje a la realidad. Al menos tú no podías oír los silbidos, eso me reconfortó, como a ti el saber que yo no veía sus caras. Allí acabó aquel sueño. No les dimos el placer de saber que nos habían derrotado, y las lágrimas que nos tragamos diluyeron nuestro dolor.

Ahora, sentados otra vez en el mismo bar donde empezó todo, disfrutamos del momento. Como entonces, charlamos y saboreamos la cerveza. Seguimos recitando cuadros y pintando poemas, nuestra manera de sentir. Buscamos nuevos retos, sabiendo que caerán nuevas flores sobre nuestras cabezas, y que no hace falta ver para mirar, ni oír para escuchar.

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