Érase una vez un escritor que tenía mala letra. “Yo debería haber sido médico”, se decía. Pero su letra era tan mala, que ni él mismo la comprendía. Cuando terminaba de ensuciar páginas y páginas tras uno de esos arrebatos de creatividad que solían darle, miraba el resultado para encontrarse siempre con unas manchas indescifrables que no había manera humana de entender. Al principio, cuando aún podía recordar lo que su mente ordenaba escribir, buscaba desesperadamente poder leerlo en los papeles emborronados. Pero al cabo de unos días, si cogía una de esas hojas no era capaz de recordar ni de leer lo que había escrito. Podía haberlo hecho en ordenador, pensaréis, pero las ideas no fluían ante el sonido electrónico del microprocesador. Y dictarle a alguien tampoco servía, necesitaba estar solo, solo con sus ideas y con su incapacidad para escribir bien. Había visitado psicólogos, asistido a clases de caligrafía, practicado la acupuntura e infinidad de técnicas de relajación, pero nada le había servido para resolver su problema. ¿Y por qué no cambiaba de oficio? O más bien deberíamos preguntarnos si podía considerarse escritor a alguien a quien nunca nadie había podido leer, ni tan siquiera él mismo. Pero él lo sentía, lo sabía. Tenía muchas cosas que transmitir.
Una mañana fue al acuario de la ciudad con su profesora de caligrafía. Habían tomado por costumbre dar largos paseos juntos cuando sus agendas se lo permitían. La verdad es que si bien no había hallado la solución a su problema, la asistencia a aquellas clases le había servido para encontrar una buena amiga. “La buena letra no hace bueno el mensaje”, le repetía una y otra vez Clara, así se llamaba, cada vez que en uno de esos encuentros informales se hundía en la desesperación. “Pero, ¡qué maldito mensaje va a intuir nadie en semejantes cagadas de tinta!” le respondía él. Pero por regla general en esos paseos no hablaban de su problema, sino que compartían su tiempo libre como dos buenos amigos.
Como íbamos diciendo, esa mañana fueron al acuario. Era la primera vez que lo visitaba, por mucho que disfrutara de un buen lenguado, nunca había sentido curiosidad por el fondo marino. Pero el lugar era lo de menos, se trataba de pasar un buen rato con Clara. En un momento en que ésta fue al baño, se acercó a una de las cristaleras de la piscina mientras repasaba mentalmente los ejercicios de la última clase de tai-chi. Una voz nasal lo sacó de su mundo interior.
-¡Eh, tú! Sí tú, el que mira como un pasmarote.
Antonio, que así era como se llamaba nuestro protagonista, se dio la vuelta buscando el origen de aquella voz.
-¡Aquí abajo, pedazo de alcornoque!
Volvió a girar sobre sí mismo y efectivamente se encontró con un pasmarote reflejado en la vidriera. Tras ella sólo había peces, que nadaban en círculos con la misma cara de bobo que la suya.
-¡Al final va a resultar que eres tonto de remate!
Entonces se percató de que la voz provenía de un arenque que se encontraba al fondo del acuario.
-¿Qué haces allí abajo? -le preguntó.
-No sé nadar.
-¡Cómo! ¿Un pez que no sabe nadar?
-¿Acaso me meto yo contigo por no saber escribir? Sí, soy un pez, un simple arenque para más datos, y sí, no sé nadar. Pero no por eso dejo de ser un pez.
Antonio iba a responder a su espinoso interlocutor, pero llegó Clara y el arenque se esfumó, como pez ahumado.
-¿Con quién hablabas?
-Me parece que necesito comer. No me encuentro bien.
Clara lo llevó a un restaurante cercano intuyendo lo que le había abierto el hambre. Cuando les trajeron los platos Antonio lo miró sorprendido.
-¡Oiga, yo había pedido lubina! -le dijo al camarero que ya se alejaba.
El arenque le guiñó el ojo desde el plato, y Antonio le correspondió comiéndoselo gustoso.
Desde aquel día su letra fluyó clara y nítida, como las cristalinas aguas de un mar tropical. Siguió viendo a Clara asiduamente, pero como amiga, a la que nunca contó cómo había hallado la solución a su problema.
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