Espejos


Ana

    Camiseta amarilla, calzoncillos blancos y calcetines oscuros. No llevaba zapatillas. Así se lo encontró Ana cuando le abrió la puerta. Eran las once de la mañana de un martes, quizás un miércoles, pero era entre semana, de eso estaba segura. Antonio la miraba interrogante, como diciéndole “¿qué coño haces aquí?”, pero ella entró en casa y dejó el bolso encima de la cama, derramando su contenido por las arrugadas sábanas. Ya estaba acostumbrada a su falta de efusividad así que no le dio más importancia. Simplemente se sentó en el sofá y esperó a que dijera algo. Pero todo lo que expresó fue un movimiento de cejas mientras se rascaba la entrepierna. Ana se encendió un pitillo, y con el cenicero sobre su falda llenó de humo la habitación. La irritaba esa pose de dejadez y chulería, y estaba segura de que lo hacía adrede. El cigarro se consumió manchando de ceniza la preciosa falda negra que estrenaba aquel día, mientras nada más interesante sucedió. Ana la sacudió con dos enérgicos manotazos y se levantó para dirigirse a la cocina. Antonio seguía plantado en el mismo sitio abstraído en vete a saber qué. Ana rebuscó en los armarios y la nevera algo con que preparar alguna cosa decente para comer, pero las posibilidades eran escasas. Un yogur caducado, un par de huevos y una bolsa de patatas fritas. Así que optó por pedir una pizza. No se molestó en preguntar a Antonio qué le apetecía, hubiera sido una pérdida de tiempo, y pidió una cuatro estaciones sin alcachofas, odiaba las alcachofas. Cuando colgó buscó a Antonio, y lo encontró arrugado en la cama, sobre las sábanas. Puso medio muslo sobre el colchón y lo contempló mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Acercó su mano para tocarlo, pero se detuvo a escasos centímetros. Sobre las sábanas una mancha húmeda dibujaba lo que le pareció una bonita mariposa. Se había meado encima. Siguió contemplándolo, ya sin lágrimas en los ojos, pero no por eso su semblante dejaba de ser triste. Era el rostro de la desesperación. Se levantó poco a poco, temiendo despertarle, aunque pondría la mano en el fuego a que estaba despierto. Disfrutaba haciéndolos sufrir. Se dirigió al balcón, necesitaba aire fresco, y una vez fuera se encendió otro pitillo, a ese ritmo no lo iba a dejar nunca. Se apoyó en la barandilla, cerró los ojos y dejó que el sol calentara su cara mientras saboreaba la nicotina. Dio una larga calada y mantuvo el humo en sus pulmones. Lo expulsó lentamente por la nariz mientras echaba la cabeza hacia atrás, y entonces abrió los ojos y esperó a que el cielo azul aportara algo de luz a todo aquello.

Antonio

    El timbre de la puerta lo cogió a medio vestir. Se puso rápidamente lo primero que encontró y fue a abrir. Allí estaba Ana, otra vez. Intentó recordar la última vez que se habían visto y si habían quedado en verse de nuevo, momento que ella aprovechó para colarse en el interior del piso. Como Pedro por su casa, como Ana por su no-casa. Fue al comedor, donde Ana ya se había aposentado en el sofá. Llevaba una falda negra que no le había visto antes. Le queda bien, pensó. Entonces se dio cuenta de que se había puesto la ropa del día anterior, y le entraron unos picores que intentó mitigar rascándose sus partes. El sonido del mechero lo devolvió a la realidad, en la que no comprendía qué diablos quería Ana. No soportaba el olor a tabaco, y Ana lo sabía, pero por mucho que intentó incomodarla observándola en silencio no pareció que se diera por aludida, más bien al contrario, ya que una vez terminado esparció las cenizas por el suelo y prosiguió con el allanamiento de su intimidad, esta vez en la cocina. Se fue a la cama, apartó de un puntapié el bolso de Ana y se tumbó con la esperanza de dormirse y que lo dejara en paz. Pero su tranquilidad no duró mucho, nada más cerrar los ojos oyó que Ana se sentaba en la cama. A Antonio le parecieron los minutos más largos de su vida, y no se le ocurrió otra forma de acabar con aquello que meándose encima. Si era capaz de resistir las náuseas que le provocaba conseguiría que Ana se fuera. Y así fue. Se levantó y lo dejó en la cama solo con su meada. En ese momento se sintió como un animal marcando su territorio y lamentó haber llegado a aquel extremo, pero ella se lo había buscado. Creía haber sido suficientemente claro y si ése era el único lenguaje que entendía pues peor para ella. Con gran esfuerzo para no vomitar a causa del nauseabundo olor permaneció unos minutos más en la cama. Justo cuando se levantaba sonó el timbre. Salió al salón y no vio a Ana. ¿Sería posible que volviera a ser ella? Se puso una bata para ocultar las pruebas de la micción ahuyentadora y abrió la puerta. Ante él, un joven sonriente vestido de payaso le ofrecía una pizza. Se sintió aliviado y desconcertado al mismo tiempo, pero como tenía hambre cogió la pizza y dio una generosa propina al joven que seguía sonriendo. Se fue a la cocina pensando que debería llamar a Ana para disculparse, pero dejando las cosas en su sitio. Abrió la pizza y lamentó haber sido tan generoso con la propina, ¡ese merluzo le había traído una cuatro estaciones sin alcachofas! Por suerte tenía unas enlatadas en la despensa, y mientras las añadía empezó a sentirse un poco mejor.

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