Mar de océanos


    Las olas llegaban una tras otra, ininterrumpidamente. Rompían en la orilla para acto seguido diluirse en aquel mar de sentimientos tan encantadoramente complejo. Siempre había amado la belleza de la inmensidad, lo inabarcable era un imán que lo atraía, lo llamaba a intentar comprenderlo. Él sabía que era imposible, pero ésa era su belleza. Era una fuente infinita de satisfacciones que siempre estaba allí y siempre estaría allí. Pasaba largas horas contemplando aquel espectáculo. De la misma manera que el mar no cesaba en su actividad, él no se cansaba de mirarlo. Día tras día acudía a la playa, al acantilado, a cualquier lugar desde el que fuera posible citarse con las aguas salvajes y, una vez allí, charlar con ellas, fijar la vista en cada una de las partes de aquel inmenso todo hasta que él mismo pasaba también a formar parte del todo. Sentía que el agua de su cuerpo emprendía un viaje a lo largo del mundo, acompañada del agua que miles de personas como él también cedían a ese banco de agua que comúnmente llamamos océano.
    Por eso lo amaba. Y por eso lo odiaba también. Sabía que el mar no era más que un espejo donde se reflejaba todo lo que ocurría en el mundo, y que cada una de las maravillas que él encontraba en él, tenía su correspondiente imagen en tierra firme. Por eso lo odiaba. Porque al mostrarle todas esas maravillas, lo que realmente le estaba susurrando al oído eran todas y cada una de las maravillas terrenales que había dejado de conocer al perder esos años allí sentado, intentando descifrar los secretos de la vida en el lugar equivocado.

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